“Ella me dice que vaya con cuidado, pero la verdad es que no está en nuestras manos”, dijo Rodríguez mientras se mantenía firme en un vagón de Metro en una mañana reciente. “No depende de mí que esta línea se derrumbe. Aquí todos somos vulnerables”.
Se suponía que la inauguración del Metro de Ciudad de México poco después de los Juegos Olímpicos de 1968 modernizaría esta bulliciosa capital, equiparándola a grandes ciudades del mundo como París y Nueva York.
También prometía ofrecer igualdad de oportunidades, dando acceso a los millones de trabajadores que vivían en asentamientos en la periferia de la ciudad a la próspera cultura y economía de su centro.
Pero tras años de abandono, el Metro se ha convertido en un símbolo de los problemas más generales de México: desigualdad arraigada, servicios públicos poco fiables y una corrupción tan flagrante y generalizada que a veces tiene consecuencias fatales.
Hoy en día, el Metro es también un campo de batalla político.
Además de los accidentes mortales, otros incidentes alarmantes de los últimos meses incluyen fallas eléctricas, vagones que se separan repentinamente y una serie de incendios subterráneos que han enfermado a docenas de viajeros. El lunes, 18 personas fueron hospitalizadas después de que los cables de alta tensión se sobrecalentaran y ahogaran una estación con humo negro.
Los opositores a la alcaldesa de Ciudad de México, Claudia Sheinbaum, una de las favoritas para convertirse en la próxima presidenta del país, la culpan de las averías, afirmando que su gobierno no ha realizado un mantenimiento adecuado del sistema.
Sheinbaum, a su vez, ha culpado a saboteadores anónimos de lo que describe como un repunte “atípico” en las fallas del sistema.
Cuenta con el respaldo del presidente Andrés Manuel López Obrador, un viejo aliado político que accedió a su petición de desplegar más de 6.000 efectivos de la Guardia Nacional en el Metro para protegerse de lo que calificó -sin ofrecer pruebas- de posibles ataques “premeditados”.
Los críticos afirman que el gobierno debería enviar ingenieros, no soldados, para solucionar los problemas del Metro. Durante una serie de protestas en los últimos días, los activistas pintaron en las paredes mensajes que vinculaban el despliegue de tropas con la militarización más amplia del país por parte de López Obrador y llamaban “asesina” a Sheinbaum.
Mientras los fiscales investigan los recientes incidentes, una cosa está clara: los choques, la discordia política y ahora las tropas en uniforme de faena en cada estación han puesto nerviosos a muchos de los 5 millones de personas, en su mayoría de clase trabajadora, que dependen del Metro a diario.
“Ninguno de nosotros se siente cómodo”, dice Armando, un vendedor textil de 72 años que no quiso dar su apellido precisamente porque el Metro se ha politizado tanto. “Pero lo sufrimos igual porque no hay otra opción”.
Para los 22 millones de personas que viven en Ciudad de México y sus alrededores, una ruidosa área metropolitana que abarca 5.000 kilómetros cuadrados, el transporte siempre ha sido un tema espinoso.
Muchos no pueden permitirse un coche y, de todos modos, las carreteras y autopistas están plagadas de tráfico. Los autobuses privados son omnipresentes, pero a menudo blanco de atracadores armados.
El Metro, con sus 140 kilómetros de vías subterráneas y elevadas, ha sido durante mucho tiempo la forma más eficiente y barata de desplazarse. Es una ciudad en sí misma: un laberinto de pasillos y 195 estaciones con cibercafés, tiendas de ropa, pizzerías, bibliotecas e incluso clases de yoga.